La cura de Cézanne

Hay verdades cuyo descubrimiento lleva toda una vida, y Paul Cézanne buscó las suyas con ahínco pero nunca llego a alcanzarlas del todo. Intuía que se escondían en un lienzo, en miles de ellos, y las buscó y rebuscó en su paleta de colores y en los trazos de sus pinceles. Lo que nosotros llamamos su obra fue para él un ensayo, una aproximación a la realidad y a la pintura.

 

La cura de Cézanne

Cézanne necesitaba del orden de 100 sesiones para pintar un bodegón, 150 si se trataba de un retrato, así que el artista se tomaba su tiempo en plasmar su percepción de la realidad. Pudo dedicar todo este tiempo, toda su vida de hecho a una vocación que le obsesionaba al tiempo que le consumía.

La posición acomodada de su familia le permitía prescindir de trabajar, pero hubo de depender durante muchos años del dinero de un padre distante y permanentemente decepcionado con él. El genio francés se instaló en París en varias ocasiones, pero no vendía ni un cuadro, y sus pinturas fueron rechazadas una y otra vez en los concursos por ser consideradas “toscas” y antiestéticas.

Sus coetáneos definían sus lienzos como “pinturas de pocero borracho”, e incluso Emile Zola, su gran amigo desde la infancia, llegó a tildar a Cézanne de “genio abortado”. No tardarían en perder las amistades. Difícil de tratar, ya desde niño Cézanne era conocido por sus ataques de rabia y depresiones. Su carácter era por naturaleza ansioso. Toda una vida le llevó a Paul Cézanne hallar lo que buscaba, en ocasiones intuía que iba en la buena dirección mientras que en otras perdía el rumbo por completo.

Pero de todos modos, era imposible que lo consiguiera. A sus 67 años, decía en una carta respecto a su arte “creo que estoy haciendo tímidos progresos”. Pero lo cierto es que su obra no sería sublime sin ese intenso y permanente estado de búsqueda e insatisfacción. Aix le vio nacer, y a Aix volvió en varias ocasiones cuando se sentía perdido o cuando necesitaba sosiego. Aix le daba paz, la poca que podía llegar a sentir aquel alma torturada de uno de los maestros de la pintura de todos los tiempos.

En Aix se refugió definitivamente a los 51 años, en busca de la luz y la naturaleza que mejor convenía a su genio en lo que también era una vuelta al entorno de su infancia, a su madre y a su hermana. En esta ciudad de la Provenza francesa adquirió en sus últimos años un estudio de enormes ventanales en donde pudo aislarse del mundo y pintar sus bodegones más famosos.

En 1903 y tres años antes de su muerte, cuando sus cuadros comenzaban a venderse en París dos veces más caros que los de Monet y cuando jóvenes como Emile Bernard (luego amigo de Vincent Van Gogh), Joachim Gasquet o Charmes Camoin lo buscaban para aprender de sus palabras, entonces Cézanne se tranquilizó como reflejan las cartas que se conservan de esta última etapa de su vida, que son las más serenas y conmovedoras. Sin embargo, su cólera podía despertar en cualquier momento y un día en Aix, un niño le golpeó al pasar junto a él y desde entonces aborreció todo contacto.

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